Desde que la pandemia de covid-19 tomó amplitud y se desplazó a occidente percibimos, tanto en el discurso político de los dirigentes como en el de los medios de prensa, una imagen recurrente: la de la lucha contra el coronavirus como una guerra.

Resulta notable la facilidad, y diría el gusto, con que muchos presidentes se calzaron el traje de “war president”, como le gusta llamarse a Donald Trump, pero también a Emmanuel Macron o a Pedro Sánchez, entre muchos otros. Lo que se busca interpelar con este recurso retórico es claro. Los impulsos guerreros forman parte de las sociedades humanas desde hace milenios. Siguen profundamente arraigados hasta el día hoy, incluso si en algunos países parecieran languidecer en estado vegetativo. Bajo la forma de sentimientos chauvinistas, nacionalistas y militaristas, continúan vigentes de forma más o menos consciente en buena parte de la población, y no sólo en la que se califica abiertamente como “de derecha”.

El llamado a la guerra ofrece entonces a los líderes que lo pronuncian un grado de adhesión suplementario del que podrían esperar en tiempos normales. La situación de “guerra” habilita a la asunción de poderes extraordinarios, que ciertamente pueden llegar a ser requeridos en situaciones como la presente. Pero cuando la retórica bélica acompaña teorías conspirativas y acusaciones internacionales, lo discursivo se vuelve extremadamente peligroso. Es peligroso cuando el presidente norteamericano llama al covid-19 “virus chino”, del mismo modo que es peligroso cuando dirigentes chinos atribuyen el virus a un experimento del ejército estadounidense.

En un contexto de crisis global, y de competencia desesperada por recursos sanitarios escasos, toda confrontación es inútil y contraproducente. La metáfora guerrera resulta totalmente inapropiada, por otra parte, para entender el desafío que afronta la humanidad en este momento. En términos formales, no hay nada más opuesto que la guerra a la estrategia adecuada para lidiar con el coronavirus. Una guerra es, esencialmente, una inmensa movilización de personas armadas: el gobierno de turno extrae una parte significativa de la población de sus casas, la reúne en conglomerados gigantescos llamados ejércitos, y los desplaza atravesando fronteras para invadir a otro país.

La “lucha” contra el Covid-19 es todo lo contrario: una profunda desmovilización de la población, un confinamiento en los hogares, un replegarse sobre el propio territorio cerrando las fronteras. Lejos de agitar pasiones se hace necesario calmarlas. El recurso no es a la violencia sino al cuidado de uno mismo y del otro.

Pero guerra y pandemia divergen en un sentido aún más profundo. Sin ser médico ni epidemiólogo, me parece entender que lo que está sucediendo se puede reducir, en términos socio-biológicos, a un encuentro entre dos especies previamente desconocidas. Que el virus pueda ser entendido como un enemigo o un agresor es circunstancial. El covid-19 existe desde hace mucho tiempo, viviendo y prosperando en su hábitat natural, es decir, el interior de un murciélago, un pangolín o algún otro animal salvaje. Es el humano el que, al ingerir al animal infectado, fuerza al virus a cambiar de ambiente trasladándolo al cuerpo humano. Que en esas circunstancias el virus esté buscando matar a su nuevo huésped es algo incierto. Si lo que busca el virus es replicarse y expandirse, la muerte de su huésped es contraproducente. Que la mayoría de las personas infectadas sean asintomáticas o tengan síntomas leves, transmitiendo igualmente el virus a otras personas, parece ir en este sentido. De hecho, según investigaciones recientes parece ser que la principal causa de muerte son las reacciones inmunológicas desmedidas del cuerpo humano que, al defenderse del virus “como en una guerra”, termina produciendo lo que los expertos llaman una “tormenta citocínica” que lleva al colapso de los pulmones, lo que no ocurriría con una defensa menos “violenta”. En definitiva, estaríamos ante la presencia de un malentendido.

La actitud guerrera de la humanidad frente a la naturaleza no es nueva, y puede ser tenida por la fuente última de buena parte de nuestros problemas, incluida la presente pandemia. La “conquista” de la naturaleza, la “guerra” a las plagas, a los insectos, a las bacterias, todo ese impulso violento mal dirigido contra la biosfera de la que formamos parte indisoluble, es lo que hasta ahora ha ido degradando el medio ambiente y reduciendo el espacio vital de las especies salvajes, configurando el escenario de este choque brutal en el que estamos inmersos.

En este punto los epidemiólogos son claros: esta crisis se resuelve sólo cuando aprendamos a convivir con este nuevo virus de la misma manera que convivimos desde siempre con millones de otros virus y bacterias. Es decir, cuando la mayoría de la población se haya inmunizado, ya sea por el hallazgo de una vacuna o por el contacto generalizado con el virus mismo, y dispongamos de anticuerpos adecuados para identificarlo y contenerlo. En ese proceso es incluso probable que el covid-19 también mute para adaptarse mejor a nosotros. Para decirlo en otros términos: nos estamos conociendo. El discurso de la guerra es aquí inútil. Deberíamos recurrir al de la diplomacia.

Alejandro M. Rabinovich es doctor en Historia y Civilización por la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Especialista en historia social de la guerra, se desempaña como investigador del CONICET en el Instituto de Estudios Históricos y Sociales de La Pampa, de la UNLPam.