Los movimientos migratorios globales se han complejizado en las últimas décadas, adoptando múltiples formas con lógicas cambiantes y presentando nuevos desafíos, tanto para los investigadores e investigadoras como para los hacedores y hacedoras de políticas públicas.

El siglo XXI nos propone un escenario signado por la transnacionalización de la economía donde los y las migrantes basculan entre las libertades conseguidas gracias a los avances en las tecnologías de la comunicación y las trabas encontradas por las nuevas tecnologías de control migratorio. Mientras tanto, los conflictos armados, los desastres naturales y la violencia institucionalizada continúan obligando a miles de personas a huir de sus países de nacimiento.

En este contexto, los Estados discuten políticas migratorias dentro de un abanico de posibilidades que van desde el respeto a los derechos humanos hasta la criminalización y persecución de las personas migrantes. Durante la última década, en el continente americano estas políticas tomaron un giro securitista, sustentadas en la desconfianza y el control hacia el “otro” no nacional.

Desde marzo del 2020 este escenario se transformó sustancialmente, al comenzar un período de desglobalización forzada causado por el cierre de fronteras internacionales ante la pandemia del COVID-19. ¿Cuáles han sido las consecuencias del cierre de fronteras y de las cuarentenas estrictas para los y las migrantes? Con el objetivo de controlar un elemento que se mueve –en esta oportunidad, un virus– los Estados abroquelaron sus fronteras para vigilar a los cuerpos con los que se transporta la enfermedad. La población migrante quedó retenida al interior de los territorios estatales. Esta situación evidenció, como indica la Red de las Naciones Unidas sobre Migración, que las personas en situación de movilidad son doblemente vulnerables frente a la pandemia. Especialmente los y las desplazados/as, deportados/as, solicitantes de asilo, refugiados/as o migrantes en condición de irregularidad, están tanto o más expuestos al virus que el resto de la población y, además, si se enferman tienen menos posibilidades de recibir atención por no poder acceder a la seguridad social en los países de destino.

El cierre de fronteras estatales forzó la suspensión de las trayectorias migratorias: algunas personas no pudieron salir de sus países de origen y otras quedaron “varadas” en países en tránsito. Muchos de estos países han improvisado precarios refugios en donde los y las migrantes esperan en condiciones de hacinamiento, preocupados por la falta de alimentos y medicinas. A su vez, en los países de destino, las cuarentenas estrictas limitaron de facto el ejercicio del derecho de asilo o refugio. Los pedidos en curso o el ingreso de nuevas solicitudes se interrumpieron por la suspensión temporaria de las instituciones encargadas de su recepción o seguimiento.

Estas medidas impidieron asimismo la realización de actividades económicas, obstaculizando así la subsistencia de los y las migrantes irregulares. La vivienda (generalmente alquilada), la alimentación y, en algunos países, la salud, se tornan inaccesibles sin ingresos económicos. En países con políticas migratorias restrictivas, como los Estados Unidos de América, la desprotección de los migrantes irregulares los obliga a trabajar en condiciones insalubres y a vivir hacinados por el miedo a ser detenidos o deportados. Además, en aquellos países en los que se otorgaron ayudas económicas extraordinarias a causa de la pandemia, no se ha tenido en cuenta a la totalidad de los migrantes sino solo a los de categoría “permanente”. Situación paradójica ya que muchas de las labores consideradas como “esenciales” por los gobiernos en contexto de pandemia son realizadas por población migrante. El cultivo, distribución y venta de alimentos, la limpieza, la recolección de residuos, algunos servicios de salud así como cuidados de menores y personas mayores y, en los últimos años, el delivery de productos en general, son labores con una alta tasa de ocupación migrante. Actividades que se caracterizan, además, por un alto grado de informalidad, no están registradas o no cuentan con protección social para sus trabajadores, aumentando el riesgo de contraer COVID-19.

Finalmente, ante la creciente vulnerabilidad social en los países de destino, los y las migrantes se ven imposibilitados de retornar a sus países de origen. Pese a las prohibiciones y amenazas de sanciones, el fenómeno de la migración “en reversa” en tiempos de pandemia demuestra que, para las personas migrantes, la alternativa a la desprotección generalizada en los países de destino es guarecerse en el seno de las redes sociales familiares en sus países de origen.
La pandemia generó situaciones de inequidad pero también visibilizó viejas privaciones sufridas por los y las migrantes. El desafío es continuar reflexionando en clave de inclusión social, que en la literatura española también se ha comprendido como integración de los y las migrantes. Evitando entrar en el debate entre integración/asimilación, el término inclusión nos invita a pensar interrogantes sobre jerarquías o graduaciones de la plena participación de las personas en la sociedad (¿es más importante/urgente la inserción laboral o garantizar el acceso a los derechos sociales? ¿y los derechos políticos?).

Pero existe acuerdo en una característica de la inclusión: se debe comprender en doble sentido. La inclusión supone una relación social bidireccional entre los y las migrantes y las sociedades “nacionales”. Una relación que busca construir otra sociedad, más plural, más desarrollada y más justa.

María Dolores Linares. Instituto de Estudios Históricos y Sociales de La Pampa CONICET-UNLPam