Hace más de un mes me pidieron que escribiera una columna explicando qué ocurre en Colombia. Dilaté la entrega a la espera de una solución negociada, oportuna y pacífica al conflicto que ha mantenido en las calles a miles de compatriotas desde el 28 de abril.
A más de cincuenta días de iniciada la ola de protestas en el marco del Paro Nacional, la imposibilidad de atisbar una salida parece ser la antesala de una crisis más profunda. Así como el estallido chileno no fue por 30 pesos de aumento al boleto del metro, sino por 30 años del modelo heredado del pinochetismo; en Colombia la protesta actual no es una reacción espasmódica contra una reforma tributaria, sino un rechazo categórico y profundo contra décadas de empobrecimiento y violación sistemática de los derechos humanos.
El malestar expresado en el Paro Nacional no es novedoso. Tiene como antecedentes las protestas de noviembre y diciembre de 2019 y febrero de 2020, cuando buena parte de la población colombiana manifestó su descontento frente a las políticas económicas, sociales y ambientales del gobierno del presidente Iván Duque. La gestión gubernamental de la pandemia hizo insoportables males estructurales y añejos como la pobreza, la desigualdad, la corrupción y la violencia endémica.
El pliego de reclamos de 2021 expresa demandas concretas encaminadas a suspender un paquete de reformas (tributaria, laboral, previsional y del sistema de salud, aumento de las tarifas de servicios públicos, holding financiero de empresas del Estado) impulsado por la administración Duque. Pero va más allá de ellas para poner el foco en los numerosos casos de corrupción de su gestión y las que le precedieron; el incumplimiento de lo pactado en los Acuerdos de paz con las FARC-EP, y la ausencia de políticas sociales para paliar la debacle económica y sanitaria de un país que ya era el segundo más desigual de América Latina antes de la pandemia.
La respuesta estatal a las demandas sociales ha sido la represión y criminalización de los manifestantes, la militarización de los territorios y la dilación de las acciones en busca de una salida consensuada. Según el informe presentado por las ONGs Temblores, Indepaz y Paiis a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos el pasado 8 de junio, desde el inicio del paro y hasta el 31 de mayo se reportaron más de 3700 hechos violatorios de los derechos humanos por parte de las fuerzas policiales en todo el país. Esto incluye el asesinato de al menos 21 personas, la desaparición forzada de otras 341 y prácticas violatorias de la Convención Americana de DDHH como retenciones arbitrarias, torturas, violencia sexual y de género, uso de armamentos letales y lesiones oculares contra los manifestantes, entre otras.
A medida que se suman días a la protesta, la situación de descontento no solo ha engrosado el pliego de exigencias —para incluir la reforma de la policía y la dimisión de ministros, generales y hasta del presidente de la República— sino que ha puesto en evidencia el agotamiento de muchos colombianos con un modelo político y económico que pretende cernir los costos de la corrupción, el endeudamiento externo y la ganancia de unos pocos, sobre las precarizadas espaldas de estudiantes y trabajadores.
El gobierno de Iván Duque y el sector de clase que lo sustenta también exasperaron sus ánimos dando pie a medidas recalcitrantes que bordean el estado de sitio, y acciones de represión parapolicial contra los manifestantes como ataques con armas de fuego, amenazas de eliminación física a quienes protestan e innumerables incitaciones al odio en redes sociales.
En tiempos en los que las luchas políticas suelen librarse desde la comodidad de lo virtual, el Paro Nacional en Colombia nos confirma que hace falta poner el cuerpo para lograr las transformaciones requeridas para una sociedad más igualitaria. En medio de los gases y las bombas de estruendo, con pandemia y sin vacunas, jóvenes, y no tanto, indígenas, y afrodescendientes, mujeres, trans y queers siguen saliendo a las calles con un mismo fin: la defensa de una vida digna.
Mientras tanto, caen estatuas de los conquistadores y de los reyes católicos; se llenan de color muros y calles intervenidas por artivistas; se bailan y componen canciones, rimas y tarareos que después se hacen virales. Se libra la batalla cultural por medios alternativos ante la mirada cómplice de los medios hegemónicos que insisten en defender lo indefendible.
Cómo habrá de traducirse este deseo de cambio en el escenario electoral de 2022 es todavía un asunto incierto. Sabemos que los tiempos de la calle no son los de las urnas, y que en Colombia muchos votos penden de otros hilos. Como dijo el ciego: “amanecerá y veremos.”
Gina Paola Rodríguez. Directora del Centro de Investigaciones en Ciencias Jurídicas, Facultad de Cs. Económicas y Jurídicas, UNLPam. Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.